Cualquier historia
tiene un principio
y un final,
páginas en blanco
combinadas con escritas.
Un hilo conductor
desde el inicio
al final del destino,
un tránsito de energía
que parece inagotable,
pero es finita.
No importa quien fuese
el protagonista,
solo su visión,
la perspectiva plasmada
en cada paso
y respiración.
Nadie recordará
su olor o sus ojos,
solo su huella,
quizá el recuerdo
de su aroma,
aunque suene a despedida.
Pocos o muchos
añoraran
su ausencia indefinida,
suspirando en silencio
por el fruto
de un cosecha ofrecida.
Nadie nos prepara
para crecer
y ser estrellas con luz,
intentando
despejar los caminos
de malas hierbas.
No existe guión definido
para levantarte
cuando caes,
ni cuando la oscuridad abruma,
ser capaz de eclipsarla.
Las primeras hojas
se convierten
en bocetos inacabados,
trazos incoherentes
desechados
con las primeras lunas.
Mimetizas el espíritu
con imágenes
de figuras desconocidas,
guías dando la mano
con los dedos entrelazados.
Al costado de un pino
alzándose hacia las estrellas,
crecemos,
soñando con abrazar
aquellas luces que parpadean.
Así los principios ingenuos
se convierten en aventuras,
con el azar
y la intuición
como compañeras.
No existe ninguna
historia reescrita
solo una única verdad,
con la que encontrarnos
al final sentados
en una mecedora.
Balanceándonos en ella,
vemos pasar las estrellas
que nos ilusionó,
sintiendo entre nuestras
manos páginas
oscurecidas por el tiempo.
Páginas repletas de relatos,
cual compendio
de nuestra existencia,
fuente de una humilde
sapiencia
y ofrenda de una sincera
constancia.
Al final nada se nos regaló
y al principio todo
se nos ofreció,
un terreno donde sembrar
y unas manos
para el fruto recoger.
En aquella mecedora,
al lado del enorme pino,
mirando las estrellas,
nos quedamos
rememorando
que fuimos el protagonista,
de un encuentro
maravillosos,
de nosotros con la vida.
By Clemente